Céspedes, la otra voz

Carlos Manuel de Céspedes

Fuente: Casa de la Nacionalidad Cubana
Céspedes es el fundador de un linaje en el espíritu,
de una familia más misteriosa y definitiva que la de la sangre.
Fina García Marruz.
Leí no hace mucho que los historiadores al igual que los filósofos generalmente son cautivos de una imagen. Pienso que es un aserto totalmente verosímil. En el oficio de las letras, quizás con la excepción de los poetas, son los biógrafos —esa mezcla de historiador-novelista— los que suelen estar más fascinados por una imagen determinada a la hora de desplegar sus ideas.
Desde hace poco más de un lustro incursiono en el siglo XIX, siguiendo la huella de Carlos Manuel de Céspedes y siempre imaginé el misterio de su vida vagando por San Lorenzo; digo esto, porque hace años visité San Lorenzo y allí respiré el tiempo de la tragedia, casi vivos percibí a todas las figuras desplazándose con la velocidad de la muerte, escuché los gritos, las detonaciones, los estertores, sentí, en fin, la violencia que puso término a una vida apasionada, una personalidad hecha nadando a contracorriente. Sabía en el momento de aquella visita de la pérdida del diario que llevó Céspedes hasta el último día de su existencia y, por supuesto del valor de sus anotaciones, apuntes que ya nadie esperaba leer.
Aquella sospecha, o mejor aún, creencia,
ha devenido hecho verificable al publicarse su diario póstumo. El
documento, de enorme valor historiográfico, ha sido expuesto a la
curiosidad de los especialistas e interesados gracias a la dedicación y
voluntad del Historiador de la Ciudad de La Habana, Eusebio Leal
Spengler, y un grupo de colaboradores.
Tres ediciones del
diario, brindan a la avidez de los lectores las reflexiones finales de
un hombre que jugó un rol principal en el momento crítico del nacimiento
de la nación. Esto por sí solo le otorga al documento una valía
considerable, pues viene a cubrir un vacío que solamente la voz de
Céspedes podía llenar. Hasta la fecha se conocían con flujo de detalles
los argumentos de los rivales políticos de Céspedes —dentro de la
vanguardia independentista— motivos1 que según ellos, fueron suficientes
para deponer al primer hombre de la revolución de su alta jerarquía
política. Sin embargo, los argumentos del bayamés, del vencido en el
combate por el poder, no estaba debidamente expuestos: faltaba el
llamado Diario Perdido de San Lorenzo.
Los silencios
historiográficos* sólo pueden llenarse con testimonios de los
protagonistas de los hechos. En el caso del desenlace de la enconada
rivalidad entre Céspedes y la Cámara de Representantes, ese silencio
interpeló a más de una generación de biógrafos e historiadores. Entre
otras causas, la misma ausencia del diario de Céspedes contribuyó a que
muchos estudiosos y especialistas le calificaran como la más
controvertida de nuestras figuras históricas. Se prolongaba de esta
manera, hasta mediados del presente siglo, una nueva variante del viejo
anticespedismo decimonónico.
Pero si bien la pugna
Céspedes-Cámara no deja de interesarnos en su arista anecdótica y
narrativa (en materia de libros y folletos este asunto ha acumulado
toneladas de papel) el diario ofrece, a mi juicio, sus contenidos más
sustanciales en dos aspectos: uno, complementa la visión que poseíamos
del alumbramiento de la idea de civilidad en Cuba; y segundo, permite
llegar muy hondo en el conocimiento íntimo del hombre que los cubanos
reconocemos como Padre de la Patria.
Entre uno y otro saber, el
texto nos ofrece imágenes de aspectos esenciales del surgimiento de
Cuba como nación; recorrido que va desde escenas nítidamente detalladas
sobre la vida en Cuba Libre hasta la percepción del mundo que llega,
mediante noticias, al bohío presidencial, descritas todas con la
precisión de la prosa cespediana. Esa prosa, calificada por Cintio
Vitier como precursora de la del último diario de campaña de Martí, nos
va descubriendo escenas y fenómenos que se producen ante las penetrantes
pupilas de Céspedes y que nos llegan ahora gracias a sus desvelos como
testimoniantes. Los diarios son voces del tiempo y la voz de Céspedes la
recibimos un siglo después, vibrante y estremecedora.
Desde
luego aquí surge la primera enseñanza del diario: no es posible
sacralizar la historia y mucho menos a sus protagonistas. Más bien nos
sugiere lo contrario, la historia para ser lo más natural posible en sus
acercamientos desde la distancia de los años tiene que descubrir a los
hombres tales como fueron en vida, o lo que es lo mismo, con sus
virtudes y defectos, con sus grandezas y debilidades, ni ditirambo ni
inventiva, sencillamente aproximación.
La historia es escritura
y todo lenguaje tiene sus códigos; el Céspedes que se vislumbra a
través de sus enfebrecidos apuntes no es el hombre petrificado en bustos
y estatuas sino un ser palpitante. Precisamente por lo complejo de su
personalidad, la enorme tensión de fuerzas que se debatieron en su
interior y por la enmarañada urdimbre de los acontecimientos históricos
en que le correspondió actuar, Céspedes se nos muestra desde sus apuntes
como un hombre realmente singular. Hombre que pasa súbitamente del
nivel más elevado del accionar del cubano en la historia a ser una
figura sin ocupación alguna en la batalla por la independencia que él
mismo iniciara. El descenso -¿descenso? En el caso de Céspedes puede
que sea todo lo contrario- lo abate en un primer instante pero en la
medida que se avanza en la lectura del diario se aprecia como su
espíritu se serena y la angustia y la ansiedad que lo dominan van
transformándose gradualmente en las fuerzas que lo mueven.
Antes de proseguir con el aspecto personal del tema apuntaré, al paso,
algunas cuestiones que nos introduzcan en el contexto en que se debatió
el drama cespediano.
Con las acciones de 1868 y 69 la historia
cubana entraba en su primer momento de ruptura. Al enfrentar al poder
colonial español mediante la insurrección armada y un programa (mínimo)
contenido en la Declaración de Independencia del 10 de octubre, al
proclamar la abolición de la esclavitud, la igualdad de los hombres y,
en abril de 1869, una constitución elemental, pero suficiente para
caracterizar a los rebeldes; los cubanos iniciaban la boga para acceder a
la modernidad. La revolución se convirtió en un hecho y los principales
dirigentes a pesar de severas divergencias en cuanto a formalidades y
procedimientos, resueltas de momento en la constituyente de Guáimaro,
pusieron sus miras en crear una república democrática-burguesa luego del
triunfo militar. Con otras palabras, un proyecto socio-político
dibujado en sus trazos más gruesos. Para orientales, camagüeyanos y
villareños —los tres grupos insurreccionados— quedaban pospuestas las
diferencias de enfoque hasta tanto se venciera al ejército español.
Después vendría la república. Este pacto, obtenido precariamente en
Guáimaro, realmente nunca se comportó así y las divergencias expresaron
un encono a veces semejante al que existió entre españoles y cubanos. Al
mito romántico le sucedió el mito libertario. Hijos legítimos de la
ilustración, los dirigentes del levantamiento enarbolaron los emblemas
de la revolución francesa de 1789 y estuvieron atentos a los influjos
del parlamentarismo inglés y de las instituciones y cuerpos democráticos
de Norteamérica. Muy frescas estaban aún las victoriosas batallas de
Ayacucho y Carabobo, y Haití ejercía una influencia paradójica:
insurrección popular triunfante y a la vez miedo al negro. Por último,
la guerra de secesión de los Estados Unidos exhibió la aplastante
victoria del Norte abolicionista sobre el Sur esclavista. La metrópoli
—para acabar de configurar el cuadro contextual— entraba en ebullición
en los finales de1868 —hay algunos indicios de que Céspedes estaba en
tratos con el general Juan Prim, uno de los líderes de las revueltas
liberales de la península. Ya en el plano interno, una vez puesta en
marcha la revolución, la tarea era realmente ciclópea.
Al
quedar aislado el levantamiento en la mitad oriental de la Isla, España
pudo reponerse rápidamente de la sorpresa y enviar grandes contingentes
de tropas a sofocar a los patriotas. En poco tiempo la desproporción de
las armas rivales, tanto en número como en disparidad del armamento, no
tuvo paralelo en la de las otras gestas independentistas de suramérica.
Una tarea de envergadura titánica se les planteaba a los revolucionarios
cubanos. La utopía de la libertad representaba en términos pragmáticos,
convertir una factoría de monocultivo, una isla con sistema de
plantación y mano de obra esclava, en una república moderna.
Para lograr tamaña empresa, los
patriotas tenían en primer lugar, que derrotar a un ejercito experto,
bien armado y dueño de todas las ciudades del país. La región occidental
constituía una sólida retaguardia y el sustento económico de la colonia
y hasta allí no llegó el contagio insurreccional. A esto se sumaban las
dificultades propias de ser una isla: soledad de los rebeldes y
precariedad para recibir la ayuda logística.
El día 15 de
octubre de 1873, sólo a dos semanas de la deposición de su cargo, anota
Céspedes: “A las 3 de la tarde murió el joven B. García Pavón. Un
patriota menos, pero para quien Cuba es ya independiente.” Curioso, para
Céspedes el hombre que cae en el territorio de Cuba Libre ya es un
cubano de una patria independentista. Esta concepción representa el
valor del poder decir NO al poder colonial y hablar la libertad en la
propia negativa. La libertad de la revolución.
Cuando percibe
la inminencia del ataque a fondo de la Cámara, el viernes 24 de octubre
de ese año, escribe: “Hago un Manifiesto al Pueblo y al Ejército para
que manifiesten si es su voto que deje la Presidencia”. Al borde de su
derrota ante la Cámara, el primero de los cubanos reitera lo que ha sido
un principio desde el 10 de octubre: consultar las opiniones, respetar
al pueblo y las instituciones de la República en Armas. Hombre de ley,
de abogado transitó Céspedes a estadista y como tal siempre tuvo el
cuidado de insistir en que las grandes discusiones —nacionales— de los
cubanos quedarían pospuestas hasta el triunfo sobre España, donde el
sufragio universal garantizaría las aspiraciones mayoritarias de la
República.
Cuando es depuesto asimila el golpe con dignidad,
actitud que le preserva para la historia por encima de intereses
mezquinos y ambiciones políticas. El caudillo que se levantó el primero,
el 10 de octubre y tomó Bayamo, dotando a la insurrección de una
capital y un gobierno provisional, ha evolucionado hasta el punto en que
desaparece el caudillo y surge el gobernante republicano. Interesante
transición en un país iberoamericano, donde el caudillismo fue una de
las tristes herencias morisco-españolas legadas a través de la
colonización.
El día 19 de octubre, dos días después de la
deposición, anota: “A todos hago ver y es así, que no trato de
oponerme, sino de apoyar el nuevo Gobierno en la idea de independizar a
la República de Cuba”.
Cuando recibe propuestas de iniciar una
acción para recuperar el poder, por parte de algunos jefes partidarios
de su persona, contesta con energía: “Por mí no se derramará sangre
cubana”. Quiero detenerme en este punto. Dijo Martí que Céspedes había
sido más grande aún por su decisión de libertar a los esclavos el 10 de
octubre que por el propio hecho de proclamar la independencia. A mi
juicio Céspedes alcanza su mayor estatura como figura histórica al no
dejarse tentar por un regreso al poder, mediante una guerra fratricida.
Al golpe de estado de que es objeto, a la violencia de la Ley a que
apelan los diputados para deponerlo, responde Céspedes con el respeto
absoluto a las leyes aprobadas por los cubanos en Guáimaro. Se retirará
tranquilo, el poder no es de su propiedad, ni le corresponde como trofeo
por sus indiscutibles méritos ante la historia. Por otra parte, el
envenenamiento de la sangre joven de la idea republicana, que hubiese
entrañado una guerra secesionista dentro del campo mambí, habría marcado
para siempre la conducta futura del independentismo cubano; Céspedes
ponderó el daño y no se dejó seducir.
Comienza el vía crucis de
Céspedes y a medida que las páginas del diario avanzan se va definiendo
la imagen de un hombre de carne y hueso a la vez resistente y sensible.
Apura la bilis y asimila con valor las humillaciones y maltratos de que
es objeto por los nuevos gobernantes. Es retenido durante casi tres
meses y obligado a acompañar a la comitiva presidencial —“Grato es
llevar a los vencidos detrás de su carro vencedor”, anota Céspedes el 3
de noviembre. Se convierte así en una suerte de preso político de sus
rivales en la revolución independentista. No pierde su serenidad, salvo
en algunos chispazos de irritación muy cubanos, cuando la amargura lo
desborda.
El drama cespediano conforma una imagen que ha
concitado la atención de cuantos se le han acercado. Lezama Lima en un
medular artículo acuñó un concepto que me parece insuperable: “el
señorío fundador”. El gran poeta, estudioso de la poesía del siglo XIX y
de algunos signos histórico-culturales de esa centuria, debió leer los
poemas del bayamés y presumo encontró ese verso que escribió el joven
Céspedes en 1851 y que lo define con la claridad de un relámpago: somos
los minadores que abren pausados/ una brecha en la noche oscura. Para
Lezama, Céspedes fue el forjador de un nuevo estilo y de una nueva forma
de enfrentar lo cubano; el creador de una sustancia que se alimenta en
la negación de la tradición colonial para crear, en la continuidad
contenida en esa negación, la nueva tradición: la esencialmente cubana.
Otro verso cespediano nos regala una nueva dimensión del hombre: Yo
comprendo el placer de la tristeza; escrito también a la edad de treinta
años cuando era un acomodado terrateniente, nos ofrece un lado poco
conocido de la personalidad cespediana, su enorme capacidad de
sufrimiento. Esto recuerda un tanto al Martí de tengo miedo de morir sin
haber sufrido bastante. Es de imaginar entonces el calvario que padeció
Céspedes al verse privado de proseguir la obra iniciada por él el 10 de
octubre. Hombre capaz de poetizar la tristeza, debió llegar a zonas
límites de la laceración humana al sentirse desbancado y relegado al
plano de un simple observador. Ni siquiera sus reclamos de ocupar
cualquier posición en la guerra, elevados al nuevo gobierno cuando
conoce de la suerte de los expedicionarios de Virginius, hace mella en
la intolerancia de sus rivales políticos. Seguirá al margen.
Es
por estos días de la tragedia de dicha expedición que anota: “Noticias
de Guisa –que se ha quemado –a Manzanillo y habido muchos muertos; y que
afectivamente fue cogido en la mar la expedición de Bembeta con Ryan y
un hermano, o sobrino mío … En fin, sea por Cuba! Nadie tiene más
derecho a padecer por ella que mi familia”. El primer mambí se siente en
la obligación de ser el primer sacrificado, pero no sólo él sino toda
su familia; interesante concepto del clan que se inmola en aras de la
otra familia, la patria. Aquellos hombres del 68-78 lo sacrificaron
realmente todo ante la causa independentista, pero dieron en su
sacrificio una impresionante lección: compartieron las escaceses y
limitaciones como el más simple soldado, como cualquier cubano que
acompañaba a las tropas. Ahí están sus anotaciones de los dos diarios y
sus cartas a Ana de Quesada, en las que con frecuencia expresa haber
probado como único bocado del día un lagarto, una lechuza o unos pocos
tubérculos hervidos.
Ante esta entrega total pudiera argüirse
que se trataba del espíritu propio del romanticismo, al cual
pertenecieron los cultos dirigentes del 68, pero prefiero pensar que en
ellos operó otra cuestión: en aquellos hombres se concentraron las
esencias de una época de ruptura que permitió la eclosión de la nación
cubana. Hombres revolucionarios de alma y pensamiento, hicieron de su
entrega a la causa de la independencia, un acto consciente y a la vez
fundacional. El mismo Céspedes en una carta a Ana de Quesada escribió:
“Mi situación es excepcional: no la gradúen por compasiones históricas, porque se expondrán a errores. Nada hay semejante a la guerra de Cuba. Ningún hombre público se ha visto en mi situación. Es necesario tomar algo de todos y echarlo en un molde especial para sacar mi figura. Ninguna medida me viene, ninguna facción se me asemeja. Tengo que estar siendo un embrión abigarrado. Y aquí está la dificultad: en la elección de la crisálida.”
Misteriosa reflexión. Hombre público, lo
que es igual a decir civil, fue el primer guerrero. Sabía muy bien que
sólo las victorias del Ejército Libertador y no los cabildeos camerales,
otorgarían la independencia y con ella la República civil, pero a la
vez comprendía que desde Guáimaro los cubanos habían decidido fomentar
la idea republicana y el aliento civilista desde el corazón temible de
la guerra. Por lo tanto, no encuentra parecido de su situación con otras
figuras de las revoluciones suramericanas o de otras regiones. El caso
cubano, al ser el último en insurreccionarse contra España, aporta una
singularidad que se concentra en su propia figura como Presidente mambí.
El mando centralizado de las tropas cubanas era imprescindible para
vencer pero también lo era el ejército de la civilidad en la República
en Armas.
Céspedes reconocía la importancia de salvaguardar los
valores democráticos aún en su forma atípica dentro de una guerra, pues
veía en ellos una barrera de contención a los fatales caudillismos en
que devino la batalla por la independencia en muchos países de
suramérica.
En esta coyuntura Céspedes debió advertir para
consigo un callejón sin salida y en algunas de las cartas a Ana de
Quesada se percibe su intuición de que perecerá de alguna forma antes
del triunfo. “Embrión abigarrado”, o sea feto, simiente, algo que va a
eclosionar, germen que potencialmente será algo nuevo pero al precio
inexorable de sacrificarse en la transformación.
Hombre dominado por adivinaciones como
buen antillano, educado en el mítico Bayamo de leyendas fabulosas y
lecturas de bestiarios simbólicos, Céspedes fue esclavo de su mundo
onírico.Las premoniciones se suceden con frecuencia en sus dos diarios.
El tiempo que ha vivido se le acerca y se le aleja, a veces
cíclicamente, a veces linealmente. Dos días antes de su muerte describe
un fantástico encuentro con su difunta esposa Carmen –muerta seis años
atrás- en un sueño que no es más que la premonición de su partida de
este mundo. El día fatal, en vez de acudir a un almuerzo en casa de un
campesino que vive a varias leguas de San Lorenzo —con lo que hubiera
salvado la vida— decide permanecer en el predio y ocupar la mañana en
anotar en el diario las últimas cuatro páginas. En ellas dejó para la
historia, como si advirtiera que se le acababa el tiempo, las semblanzas
de cada uno de los nueve diputados. La fase final del diario es una
vuelta recurrente al espíritu de civilidad: “Abrazando ahora en conjunto
a todos estos legisladores concluiré asegurando que ninguno sabe lo que
es la ley”.
Céspedes fue sustancia fundacional de lo cubano,
la nueva tradición; tradición de ruptura ante los destinos cual de los
dos menos cubanos: seguir siendo un proyecto histórico europeo o fruta
madura que cae en manos del poderoso vecino del Norte. Ambos peligros
comenzaron a conjugarse en la guerra de 1868-1878.
Céspedes
dotó a la revolución de un cuerpo de ideas, liberal y republicano; ese
cuerpo doctrinal, ideario, no ideología ni sistema, fue el primer
pensamiento crítico en la historia de las ideas en Cuba. Negación de lo
viejo, de lo caduco, cause para que a través de él entraran al país las
ideas más novedosas del mundo. Inserción de la Isla en la vida moderna.
Caudillo en su primera etapa, cuando fue preciso serlo, negó este papel
cuando la evolución de los acontecimientos requirió de un estadista
respetuoso de la ley para perpetuar la idea independentista. Su
vinculación con el poder político fue una de las lecciones que entregó a
sus compatriotas: disparó hacia el futuro; hacia una concepción nueva,
la civilidad. De la misma forma que negó, representó una continuidad de
la sociedad cubana que se erigía sobre lo mejor de la colonia,
desarrollando las fuerzas nuevas a partir de los ideales de
independencia y libertad. Su constante apelación a “valernos de nuestras
propias fuerzas” fue, y es un llamado a volvernos sobre nosotros mismos
y desplegar nuestras capacidades. A partir de 1870 receló abiertamente
de los Estados Unidos y a la altura de su muerte ya había llegado a una
disección sagaz de la sinuosa política de ese país. En enero de 1873 le
escribió a Ana de Quesada: “La política del Gabinete de Washington no se
me oculta tanto que deje de comprender a donde se dirijan todas sus
miras y lo que significan todos sus pasos”.
La cubanidad fue la
única vencedora de la Guerra de los Diez Años. Los mambises firmaron el
claudicante Pacto del Zanjón renunciando de momento a la independencia
pero los españoles a su vez tuvieron que pactar, reconociendo ante el
mundo la existencia de la revolución. Cuba ya no volvió a ser la misma
de antes del 10 de octubre del 68, ni como colonia, ni como nación. La
esclavitud, herida de muerte, fue “oficialmente” abolida en 1886;
surgieron partidos políticos, órganos de prensa de diversos matices y lo
más importante, quedó sembrada la simiente de la independencia como
proyecto propio, moderno y republicano.
Había sido desbrozado
el camino por el que comenzaría a transitar el relevo de los
independentistas del 68: Martí y su concepción de una República como la
habría fundado Céspedes, “con todos y para el bien de todos”.